|
Escenas
(paseo nocturno) por Marcela Somoza
Salgo a medianoche para vagar
a mi antojo. Permito que la calle me lleve y envuelva en su magia. Enciendo
el walkman, escucho a Charlie Parker con su saxo y emprendo una caminata.
Palpar cómo se confunden las formas, cómo el tiempo, aturdido
y olvidado, se disuelve por completo. El
universo me enmaraña y mis manos casi acarician mi conciencia.
Dibujados llevo en mí el cuerpo y la sangre de esta ciudad que,
casi sin querer, aprendí a vivir y a
padecer con pasión. La música me murmura y la escucho.
Me dice que "ese" bar sea mi destino.
Tomo asiento, me despido de Charlie y pido un cortado. EL mozo me atiende
sin ganas. Mueve los pies
como preguntándole a cada baldosa si puede pasar y luego, se
dirige al hombrecito del mostrador.
Impostando la voz grita:
- ¡ Marche un cortado para la morocha!.
Sonrio y le guiño un ojo.
Buenos Aires, desde ese barcito, te siento en las entrañas. Íntima,
misteriosa, auténtica, única. Podes
mostrar mil facetas en segundos pero, en esencia, sos siempre la misma.
Quiero rendirme a tus pies, ciudad.
Se acerca el mozo. Ya no me parece huraño, hasta me resulta agradable.
Tararea quién sabe que canción y deja el cortado.
Le regalo mi sonrisa y digo:
- Muchas gracias, caballero.
Pienso en todos los cafés que entregó esa máquina
express, pienso muchos... La máquina ignora cuanto la
necesito en estos momentos. Un buen cortado... sin azúcar.
Una servilleta sirve para unir letras y amontonar preguntas.
Quizás pueda ver cómo ese papel se transforma en alma,
escrito con más sentimiento que poder literario.
Buenos Aires, dos palabras y cinco lágrimas.
Desilusión, desenfado y mil interrogantes.
El bar se convierte en una bola de ruido. El sonido de fondo es poco
compañero. Percibo charlas, sólo
sentencias para no ser cumplidas, algunos invocan milagros que los salven
mientras suicidan fasos contra
el piso, buscando alguna explicación a la vida.
Me pregunto para qué demonios pusieron un cenicero de lata en
cada mesa.
Entretanto habito mi isla en Buenos Aires. Nada hace cruzar al olvido
en este bar.
Observo hombres con los brazos caídos de tanto andar buscando
algo que ni ellos saben qué es.
Ocasionalmente pasan sonrisas. Son las menos.
La luna se duerme entre los pliegues de la nada. A veces nos sudan las
emociones y nos damos cuenta de
nuestra propia piel, la frontera que nos contiene y nos retiene, el
contorno que nos define. Lo único con
lo que podemos contar, tangible, siempre a mano para el placer y el
dolor. Evocadora en su vibración, en su temblor. Existente entre
los espacios a los que se amolda.
El motor sigue su monótona canción de aceleración
y frenada, el paisaje tiñe sombras y las luces no
alcanzan para llenar la oscuridad de esta noche.
La vida se puede tornar en un difícil acertijo. Imágenes
paralelas. El chiquito se acerca a un auto que está parado en
la señal roja de un semáforo, le manguea un par de chirolas
al que maneja... es así, no
hay transformaciones posibles, no hay caretas, quizás porque
el destino ha jugado ya su parte y dio
sentencia.
Los conductores simulan no verlo. Sólo algún héroe
ocasional se acuerda de la pobreza.
Imágenes cotidianas. Posibilidades desiguales. Ausencia y presencias
lejanas invaden la ciudad.
Buenos Aires, espacio de algo entre dos. Distancia entre el último
beso sentido y el próximo. Distancia
entre la última caricia y el recuerdo.
El tiempo es duro y no hay muchas variantes. Millones de litros de café
han pasado por allí, mesas
escritas en un lenguaje rúnico casi legible; ginebra para las
noches de insomnio compartido, charlas en las
cuales nos abrimos el pecho y mostramos el corazón, oídos
atentos, palabras que acompañan, silencios
cargados de sonidos. Noches en que las despedidas dejan ese gusto de
haberlo dicho todo, llorando el
tango eterno de la melancolía.
Pero todo está pasando aquí y ahora. No todo es tan malo
pero no todo es tan bueno como fue.
Entre tanto la tinta va agotándose, las ideas se diluyen en pormenores
y el deseo de beberme el cortado
se torna difícil de resistir. Café de Buenos Aires, miradas
al interior de nuestras vidas a través de la vidriera, de las
calles, de los charcos, de los tahúres... confesión del
pasado, secreto del presente y sueño del futuro.
No hay más café
y tampoco me quedó tabaco. Tomo el agua de uno de esos vasitos
para gnomos. Llamo al mozo, se acerca a la mesa diciendo con la voz
impostada:
-paga la casa, morocha. Hasta pronto.
Camino esas cuadras que me
separan de casa y tu imagen apareció. Buenos Aires tiene su encanto,
tu presencia es real esta noche y te invito a compartir esta ciudad
que nunca nos vio juntos.
Arriba
|
|